“Id pues y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19)
Ahora que “nos disponemos a emprender una nueva etapa de nuestro caminar pastoral, declarándonos en misión permanente”[1], es hora de preguntarnos hasta dónde hemos llevado el mensaje del Evangelio, hasta dónde hemos llegado para hacer discípulos del Maestro, y más importante aún, dónde nos falta llegar, puesto que Jesús en la misión encomendada a sus discípulos no estableció ningún límite de espacio pues los envió “a todas las gentes” (Mt 28,19), y “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Tampoco de tiempo pues dijo: “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13, 31).
En América Latina y el Caribe, hace ya más de cinco siglos que se hizo presente y ha venido actuando y creciendo la fe cristiana ene medio de nuestros pueblos, dando origen a una remarcada religiosidad popular.
Si bien las condiciones en que llegó el mensaje del Evangelio a estas tierras no fueron las más apropiadas, Dios que puede de las piedras “suscitar hijos a Abrahán” (Mt 3, 9), dispuso ésta como la oportunidad y el tiempo propicio de salvación para esta región del planeta.
Así pues, desde aquellos días hasta hoy, como Iglesia hemos sido luz para nuestros pueblos y a pesar de aquellas realidades desfavorables y de los nuevos y grandes desafíos que como Iglesia discípula y misionera debemos afrontar hoy, con el transcurso del tiempo y gracias a la labor infatigable de muchos y comprometidos discípulos misioneros: sacerdotes, religiosos y religiosas, consagrados, laicos y familias, las realidades latinoamericanas y del Caribe, han sido iluminadas y confrontadas a la luz de la fe y del Evangelio de Jesucristo con notables resultados que permanecen hasta hoy como “El amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión; el amor al Señor presente en la Eucaristía, Pan de vida; el Dios cercano a los pobres y a los que sufren; la profunda devoción a la Santísima Virgen, la devoción a los santos, el amor al Papa y el amor a la Iglesia universal”[2].
Es así como este testimonio de nuestros antecesores en la Evangelización del continente debe impulsarnos para continuar el desarrollo y la vivencia del Reino con la alegría que nace de la convicción de que pertenecer a Cristo es el mayor don que nos ha sido dado y a su vez, el mejor regalo que podemos ofrecer a los demás.
Por eso, nuestra actitud como cristianos debe manifestar la alegría de ser portadores y profetas, no de desventuras, sino de buenas noticias, anunciando por doquier la Buena Nueva por excelencia del infinito amor y misericordia de nuestro Buen Dios[3], manifestados en Cristo. Actitud que sin embargo no debe traducirse en una concepción e interpretación menos objetiva de las realidades que nos rodean, porque tan actual es hoy la Palabra del Señor, como cuando fue dirigida por primera vez a sus discípulos: “mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos”, y precisamente los desafíos que el mundo hoy nos presenta son tan concretos y tan dignos de aquella “prudencia de las serpientes”, y de “la sencillez de las palomas” (Cf. Mt 10, 16), como en aquellos tiempos que afrontó la Iglesia primitiva.
Esta prudencia y sencillez han de ser sobretodo en la fe en la que también hoy somos probados como en aquella escena donde sólo cinco panes y dos peces bastaron y sobraron para alimentar a la multitud por la acción milagrosa y providente de Jesús (Cf. Jn 6, 1 - 15).
Estos panes y peces bien pueden representar la limitada capacidad de nuestras fuerzas y lo mínimo que por sí mismos podríamos lograr con ellas, pero que pueden ser multiplicadas por la presencia y la acción de Cristo en medio de nosotros, pues así mismo lo anunciaría en otra ocasión: “separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5) y así mismo en consecuencia proclamará san Pablo: “todo lo puedo con Aquel que me da fuerzas” (Flp 4, 13).
Este se convierte, entonces, en un suceso evangélico que ilustra muy bien muchas de las condiciones actuales que nos rodean y nos conciernen como Iglesia, como comunidad de discípulos misioneros, ya que hoy como en aquel entonces Jesús nos invita a ser nosotros mismos quienes demos alimento a la multitud (Cf. Mt 14, 16), y este alimento que hoy debemos ofrecer a las multitudes no es sólo el alimento físico de panes y peces, sino que frente a los vanos y miserables manjares del placer y el hedonismo de los que como en el pasado, el mundo se alimenta y ya muchas veces siente hastío (Cf. Nm 21, 5) y que no da vida perdurable sino que deja vacío y muerte, nosotros ofrecemos el “Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51); frente a la crisis de sentido religioso por la que atraviesa la sociedad, ofrecemos a Cristo mismo “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), que da “aquel sentido unitario y completo de la vida humana que ni la ciencia, ni la política, ni la economía ni los medios de comunicación podrán proporcionarle”[4]; frente a la actitud indiferente característica de la cultura actual, ofrecemos el pan de la cultura cristiana de la solidaridad; frente a la exclusión social producto de la globalización sin solidaridad, ofrecemos a Cristo “buen pastor” (Jn 10, 11) que a quien venga a Él no lo echará fuera (Cf. Jn 6, 37); frente a la crisis de derechos humanos, ofrecemos el pan de la nueva justicia y la bondad del “Padre celestial, que hace salir su sol sobre justos e injustos” (Mt 5, 45); frente al deterioro del medioambiente, ofrecemos la mirada bondadosa de la Providencia de Dios que alimenta a las aves del cielo y viste a la hierba del campo (Cf. Mt 6, 26. 30); y finalmente frente a tantas y tan diversas situaciones difíciles de pobreza, dolor, persecución e injusticias de toda clase que enfrentamos hoy, ofrecemos el pan del consuelo y de la esperanza alegre de las Bienaventuranzas (Cf. Mt 5, 1 - 12) en la confianza filial en Jesús y la certeza de la fidelidad y cumplimiento de su Palabra.
Teniendo pues presente qué es lo que ofrecemos, más aún, a Quién ofrecemos, podemos vivir la alegría de la Buena Nueva del discipulado misionero que Cristo nos encarga cada día, incluso y precisamente por ser “dignos de sufrir ultrajes por el Nombre” (Hch 5, 41), anunciando gozosamente la Buena Nueva de la Redención y de la vida eterna, de la grandeza de la vida sacramental, del trabajo digno como medio de santificación y de la naturaleza como don, encargo y manifestación del amor y la grandeza del Creador.
En consecuencia, si anunciamos la Buena Nueva de la Salvación, este anuncio debe partir en primer lugar de nuestra propia experiencia lo cual supone aceptar el imperativo del Señor: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48), es decir, configurarnos con el Maestro y vivir el mandamiento del amor en toda su plenitud hasta entregar libremente por este amor, la vida por los amigos (Cf. Jn 16, 13) ya que el testimonio de caridad fraterna será el primero y principal anuncio de nuestra condición discipular[5]. Es nuestro testimonio el anuncio más claro y auténtico para los demás de la veracidad de la Palabra que proclamamos y a su vez, es la forma en que manifestamos al Señor la generosidad de nuestra respuesta de discípulos suyos, llamados primeramente a la santidad.
De esta forma, una vez asumido el llamado de Jesús podemos ser actores y colaboradores suyos en la construcción del Reino, poniendo todas nuestras fuerzas y todo nuestro ser en la búsqueda infatigable de la justicia y la caridad en todo momento y en todo lugar, velando primordialmente por el respeto de la dignidad humana que como dice el Beato Papa Juan Pablo II le es conferida al hombre por el insuperable amor de Dios[6], que se nos ha manifestado en palabras y obras en su Hijo, quien se hiso sirvo y amigo compasivo de los más pobres y excluidos a tal punto que equipara nuestra acción a favor de ellos tal y como si lo hiciéramos con Él mismo (Cf. Mt 25, 40. 45).
Jesús ha venido “a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!” (Lc 12, 49). Este fuego es el fuego del amor. El Señor desea pues, la transformación del corazón del hombre por la acción de su amor, que abandone la esclavitud de sus propios egoísmos y vanidades, y así, libremente pueda negarse a sí mismo y seguirle en el camino de la cruz (Cf. Mt 16, 24 - 26) que Él mismo ha convertido en fuente de vida, la vida del Reino revelado especialmente a los pequeños (Cf. Mt 11, 25), el Reino de compasión por los pobres, los enfermos y los oprimidos (Cf. Lc 4, 18), y el Reino de la misericordia, en el que el pecador encuentra acogida pues “No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal” (Mt 9, 12).
En conjunto, como Iglesia tenemos pues entre manos la misión más grande, pero una misión que no es iniciativa humana, sino divina. Nosotros tenemos los panes y los peces, mas es Cristo quien tiene el proyecto de multiplicarlos puesto que Él sabe lo que va a hacer (Cf. Jn 6, 6) alentándonos repetidas veces: “no temáis” pues está con nosotros “hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Y no sólo se queda Él y permanece entre nosotros, sino que ya desde el madero nos ha dicho en la persona del discípulo amado, es decir, a cada uno y a todos como Iglesia: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26). María, es así, ejemplo y modelo de discípula misionera y como Madre, modelo para la Iglesia[7], que a cada momento nos dice “Hace lo que él os diga” (Jn 2, 5), es decir, escuchar la Palabra del Señor y ponerla por obra, y lo dice precisamente porque ella misma ha oído y respondido con singular generosidad a la Palabra de Dios, tanto así que “la Palabra se hizo carne” en el vientre de María “y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14). ¡Quién como María que se hizo humilde y perfecta sierva del Señor!
Por eso hoy más que nunca es hora de poner la mano en el arado sin mirar hacia atrás (Cf. Lc 9, 62) y como los apóstoles, los mártires y todos los santos, y como tantos hombres y mujeres que esparcieron en nuestra geografía las semillas del Evangelio, viviendo valientemente su fe, incluso derramando su sangre como mártires, cuyo ejemplo de vida y santidad constituye un estímulo para imitar sus virtudes, para continuar con renovado ardor apostólico y misionero el estilo evangélico de vida que nos han transmitido[8], para seguir viviendo y proclamando “la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15), la Buena Nueva del Amor eterno y la Salvación de Dios, la Buena Nueva de nuestro discipulado misionero.
[1] Documento Aparecida, Mensaje Final, n. 4.
[2] BENEDICTO XVI, Discurso Inaugural de la V Conferencia, Aparecida, n. 1.
[3] Cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento Conclusivo Aparecida, n. 30. Será citado como DA.
[4] DA n. 41
[5] Cf. DA n. 138
[6] Cf. DA 388
[7] Cf. DA 268
[8] Cf. DA 275
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